La muerte y la doncella

Los mitos griegos, el arte o los relatos propios de cada pueblo, manifiestan lo que en su día C. G. Jung llamaría arquetipos, algo así como los patrones o imágenes arcaicas que se repiten en todas las culturas y en las conductas humanas de manera universal y que pertenecen al inconsciente colectivo. En uno de estos mitos, Perséfone, hija de la diosa de la agricultura Deméter, mientras recoge flores en el campo es raptada por Hades, dios de los muertos, el cual la obliga a ser su mujer en el Inframundo. Cuando Deméter se entera de su desaparición, busca a su hija desesperadamente y abandona su cometido, produciendo la esterilidad de los cultivos y la helada de los ríos. Pide ayuda al padre de Perséfone, Zeus, quien llega a un acuerdo con Hades para que éste deje vivir a su hija junto a su madre durante seis meses al año. De esta manera, el mito serviría para justificar las estaciones frías y calientes del año.

Es esta, por tanto, una historia de tensiones entre la vida (Deméter) y la muerte (Hades), en la que en medio de todo ello existe un ser, una doncella (Perséfone), que parece no tener voz ni voto, y se dirige hacia un lado u otro en función de quién ejerza más fuerza.

Esta tensión, será representada pictóricamente a través de la historia del arte europeo, pudiendo catalogarla como una temática con nombre propio, La muerte y la doncella, en la que se nos recuerda la fugacidad de la vida, el memento mori, o la tragedia que supone la destrucción de la belleza y la juventud, vanitas vanitatis. Sin embargo, La muerte y la doncella es una temática que da un paso más y nos proporciona, a través de la manera en que ha sido representada, la visión de ese tercer elemento tensionado entre la vida y la muerte, la doncella, que, aunque resulte redundante, es obligado recalcar, siempre es una mujer.

Si el origen conceptual y arquetípico de esta temática lo encontrábamos en la época Arcaica, el origen formal del que evolucionará debemos buscarlo en la epidemia de la peste negra que asoló Europa en el siglo XIV. La peste alcanzó a todas las personas independientemente de su condición social, sexo o religión, terminando con gran parte de la población. Fue así como los pintores de la época comenzaron a representar este hecho dando lugar a otra temática de la pintura medieval, la Danse Macabre, donde hileras de esqueletos bailan y desfilan invitando a los vivos a su procesión hacia la muerte. En estas representaciones, los vivos elegidos para integrar el baile son casi por completo hombres, pero en algunos casos aparecen mujeres de alta alcurnia como la Reina o la Abadesa. La muerte guía a estos personajes femeninos con la elegancia y respeto que requiere su posición y reputación. Sin embargo, en todos los casos también aparece nuestra bella y joven doncella, que no tiene la misma suerte y es introducida en la comitiva de manera forzosa. La muerte aparece inesperadamente y la abraza desde atrás para llevársela, lo cual se interpreta como una representación de su dramático destino al estar en la flor de la vida, pero no se puede obviar que esta violencia hacia la doncella denota dominación hacia la mujer libre, la que puede experimentar, la que todavía no está bajo el mandato del marido.

Esta manera de mostrar a los personajes se mantiene durante el Renacimiento alemán, en el que podemos encontrar las primeras representaciones de la temática como tal. En los grabados de Hans Sebald Beham y las pinturas de Hans Baldung, la muerte, de nuevo representada como un esqueleto, es un ser desagradable que ultraja y viola a la doncella, bella y lozana. La aborda de pronto y la agrede sexualmente. Le tira del pelo, la muerde o la fuerza mientras la doncella trata de zafarse y huir.

  

La asustada joven, se encuentra entre la muerte y la salvación por parte de un caballero en el cuadro de Baldung El caballero, la doncella y la muerte, lo que vuelve a colocar a la doncella, como lo hacía en el mito de Perséfone y Hades, indefensa y sin voluntad, con únicamente dos posibilidades en su existencia: o el cautiverio (materno o del caballero) o la muerte.

Esta misma idea se ve reflejada durante el Romanticismo en la obra de Horace Vernet La joven y la muerte, en la que la mujer es atraída por un gran ángel negro mientras abandona la vida que le es dada: la lectura de la Biblia bajo el cuidado de un desconsolado padre que llora sobre la cama.

Sin embargo en 1847, Antoine Weirtz pinta La bella Rosine, donde aparecen la muerte y la doncella cara a cara. La joven Rosine observa pensativa a un esqueleto que, aunque mucho más alto que ella, no parece intimidarle. No se tocan, simplemente se examinan con la mirada y en la cara de ella parece dibujarse una leve sonrisa.

Cuando apareció el cuadro, es probable que ya las vindicaciones de Mary Wollstonecraft del siglo pasado hubiesen calado en la mentalidad de la época y ésta estuviese más preparada para escuchar a las sufragistas reclamar su derecho al voto, su derecho a participar y elegir. Quizás lo que la bella Rosine parece indicarnos con su mirada pensativa es que va hacer precisamente eso, elegir. 

En la segunda mitad del siglo XIX, Munch representa a una doncella que ya ha elegido. Y elige a la muerte, a la que se entrega con pasión. Elegir la muerte no debería entenderse en este contexto de manera literal, como un suicidio, sino más bien como una forma de decidirse a sí misma. Es una manera de empoderarse, de controlar su existencia, de mantener su dignidad. Es precisamente estando muertas o dormidas cuando las princesas de los cuentos de hadas como Blancanieves o La bella durmiente, nos hablan con su propia voz en La muerte y la doncella I-V, de la Premio Nobel Elfriede Jelinek. Es en ese momento cuando se encuentran con ellas mismas, se paran a reflexionar y no siguen el curso de la historia ya marcada.

 

El siglo XX se inaugura con la representación de una doncella que se decanta por un erotismo que llega a su cúspide con las ilustraciones de Martin Van Maële. En sus De sceleribus et criminibus podemos verla entregada a la muerte, la cual le arranca el corazón por la vagina, quizás en un intento de reivindicar los instintos más primarios que como ser humano le corresponden, alejándose de las convenciones sociales que obligan a las señoritas a no separar el sexo del amor y la procreación. La doncella, con una mano abraza a la muerte y con la otra intenta cerrar una cortina que le procure la intimidad para ser ella misma, impidiendo miradas que la juzguen por no hacer lo que se espera de ella.

Es precisamente esa mentalidad inquisidora la que sufre Wally Neuzil, la doncella de uno de los cuadros más populares de esta temática, pintado por la muerte (en el cuadro), Egon Schiele. El artista, que mantenía una relación de pareja con Neuzil, la abandonó por no considerarla lo suficientemente decente para un hombre como él y se casó con una chica de buena familia, Edith Harms. Para despedirse de su antigua relación pintó este La muerte y la doncella que rezuma culpabilidad, donde los brazos de Neuzil aparecen esqueléticos y los de él la atraen y la rechazan al mismo tiempo. Su nido de amor son solo unas sábanas que reposan sobre un terreno que es rocoso y hostil, recuerdo de que se encuentran en plena Primera Guerra Mundial.

Si la doncella acaparaba hasta ahora el protagonismo de nuestro relato, las Guerras Mundiales hacen que la muerte se lo arrebate. Para los artistas no hay otra manera de ver a la parca como lo que es en un momento en que está tan presente. Una adolescente Else Meider, exiliada de Alemania por su religión judía, pinta una obra en la que la muerte agarra a la doncella con fuerza, con unas manos que la sujetan por la cabeza y la impulsan hacia abajo sometiéndola, con un enfoque en primer plano agobiante y claustrofóbico.

 

Pero si algo hemos debido aprender de la medieval Danse Macabre, es que la muerte es democrática y no entiende de bandos. Ivo Salinger, uno de los artistas más representativos de la estética ideológica del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, es el autor del grabado El doctor, la doncella y la muerte, en el que refleja la lucha de su hermana por sobrevivir a la leucemia. Esta composición de tres personajes que nos recuerda a los ya citados cuadros El caballero, la doncella y la muerte, de Baldung o La joven y la muerte, de Horace Vernet, sustituye al caballero y al padre por otra figura masculina, el médico. La muerte es reconocida así como un problema científico, tiene un origen, una causa. Es aceptada como algo biológico que tiene que suceder, y así lo expresa la doncella de Paul Delvaux en La conversación. Más muerta que viva, ya no se refleja su sombra sobre la pared, pero parece conservar un último aliento para reflexionar sobre lo vivido y llegar con resignación al inevitable momento.

Habiendo finalizado la Segunda Guerra Mundial, todavía humea la reflexión sobre ella en las nuevas maneras de hacer arte de la segunda mitad del siglo XX. Joseph Beuys realiza su desgarradora versión de La muerte y la doncella en un sobre de papel con un sello de la organización de supervivientes de Auschwitz, en la que la muerte y la doncella, víctima del Holocausto, se confunden, sin dejarnos claro cuál de las dos figuras es la que está viva.

Llegado este momento de nuestro recorrido, podemos echar la vista atrás y observar que, salvo poquísimas excepciones, como la citada obra de Else Meider o alguna otra como La joven y la muerte de Marianne Stokes, la producción artística que podemos encontrar sobre esta temática (y sobre cualquier otra) está dominada por hombres. La falta de voces femeninas, o más bien altavoces, es la triste realidad del arte, de sobra conocida. No vamos a entrar en ello porque sería inabarcable para un humilde artículo como este, pero queremos hacer una reflexión. Quizás estemos dentro de nuestro propio cuadro de La muerte y la doncella, donde ésta es la artista y como en el mito de Perséfone no tiene voz. Quizás los años 70 y la llegada de la performance nos sitúa en la mitad del siglo XIX de nuestra cronología, en la que la bella Rosine mira a la muerte pensativa. Una bella Rosine interpretada por Ana Mendieta, que en medio de un campo de Iowa deposita un esqueleto humano al que esculpe un rostro y unas manos con masilla rosa, para luego tumbarse sobre él, enterrarlo con su propio cuerpo y depositar su boca sobre él transmitiéndole un hálito de vida. Como un acto de resurrección, el cuerpo de Mendieta actúa como la tierra que da vida, regenera y crea.

Nuestra doncella es así real, poseé un cuerpo. El cuerpo que Marina Abramovic pone al límite en sus performances y que a medida que pasa el tiempo se acerca a la muerte. Para acostumbrarse a ella, produjo Limpiando el espejo I, colocando un esqueleto sobre su cuerpo desnudo que se movía al ritmo de su respiración. Y Limpiando el espejo II, en la que con un cepillo, agua y jabón, restriega cada rincón del mismo esqueleto, pasando su suciedad de él a ella.

Es así como llegamos al final de nuestro recorrido por una temática que nos habla de la tensión entre la vida y la muerte y que nos dice mucho más sobre cómo ha sido representada y percibida la mujer a lo largo de la historia. Pero este recorrido termina con un punto y seguido. Quizás es el momento en el que Perséfone es consciente del arquetipo que representa, en el que Rosine mira de frente al futuro y en el que nuestra doncella tiene un cuerpo y tiene voz. Elevémosla hasta que nos oigan.

 

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